El fracaso del juicio político a los ministros de la Corte Suprema de Justicia revela que esta figura, pieza clave del sistema republicano, es de difícil aplicación entre nosotros.
Durante ocho meses hemos asistido a la embestida de los legisladores y a la reacción de los jueces. Hemos escuchado a los diputados sosteniendo que los fallos impugnados eran causa suficiente para hablar de “mal desempeño del cargo”, y a los magistrados considerando que los legisladores no podían revisar sus sentencias por tratarse de una exclusiva facultad judicial.
El conflicto de poderes, ahora desactivado, nos remite al debate sobre la legitimidad de los fallos, que políticos y académicos de todos los tiempos intentaron zanjar, sin resultados concretos. ¿Cómo saber si los jueces han administrado justicia con arreglo a las normas legales o si lo han hecho en violación del derecho vigente? ¿Es posible controlar la legitimidad de los fallos analizando sus contenidos y descifrando sus tecnicismos?
Treinta años atrás, Julio Oyhanarte advertía en su artículo “Historia del Poder Judicial” que las sentencias del alto tribunal siempre son “conforme a derecho”. Toda impugnación debe apuntar a la conducta de los jueces y no a la legitimidad de los fallos, decía. Y resumía el concepto en una fórmula: “La acción del gobierno y la decisión de los jueces, siendo en principio inconfundibles e independientes, se revelan convergentes y operantes cuando comparten los mismos valores que informan la dinámica política y la voluntad de la Nación”.
Si las realizaciones del pasado ayudan a entender las prácticas del presente, la historia de las sentencias se presenta como la piedra de toque para redescubrir las raíces de esta fracasada querella.
En tiempos de la Organización Nacional, la clase política que comandaba el Estado tenía ante sí la misión de construir un país y afianzar las instituciones. Atenta a la realidad de los hechos, la Corte de José Benjamín Gorostiaga asumía la fórmula política de los primeros gobiernos y convalidaba la relatividad de los derechos individuales, la “limitación de la libertad contractual”, y el silencio de los jueces ante las “cuestiones políticas”.
Cuando el roquismo consolidó el modelo y alcanzó la prosperidad, se dispuso a conservarlo accionando los resortes del poder bajo la célebre fórmula política de “paz y administración”. Dispuesta a preservar aquella Argentina agropecuaria y exportadora, la Corte de Antonio Bermejo se presentaba como garante de la propiedad y del contrato, limitaba el ejercicio del llamado “poder de policía” y concebía el impuesto sólo como instrumento de recaudación del Estado.
Tras la crisis mundial de 1929, los gobernantes conservadores aprobaron la intervención económica en su intento por recuperar un pasado ejemplar. A través de una jurisprudencia dinámica, la Corte de Roberto Repetto no vaciló en consentir la fórmula política de los sucesivos gobiernos, habilitando el dirigismo estatal, la “extensión del poder de policía”, los nuevos derechos laborales y la responsabilidad administrativa del Estado.
Los tiempos marcados a sangre y fuego por la Segunda Guerra Mundial fueron capitalizados por Juan Domingo Perón, cuya acción de gobierno se hizo sentir a través de un poder dominante. Afín a los designios de la fórmula política, la Corte de Tomás Casares acompañó los tiempos tormentosos y recogió sus banderas: Estado empresario, economía planificada, justicia distributiva, “función social de la propiedad”.
La ola desarrollista de los años 60 postulaba un “cambio de estructuras” mediante la acción positiva del Estado, con las libertades públicas garantizadas y la vigencia irrestricta de los derechos humanos. La fórmula política liderada por Arturo Frondizi quedó plasmada en una fuerte acción legislativa que la Corte de Oyhanarte supo acompañar, interpretando las tendencias que reclamaban el desarrollo económico y social, la modernización de la estructura agroindustrial, la declaración de los “estados de emergencia” y el ordenado progreso de la comunidad.
En la transición a la democracia, Raúl Alfonsín convocó al Tercer Movimiento Histórico exaltando la “reinvención de la política”, la democracia participativa, la defensa de los derechos humanos, la ética de la solidaridad. La fórmula política quedó legitimada por la Corte de Jorge Bacqué a través de fallos, todavía recientes, sobre defensa de la democracia, resolución de la crisis militar, garantías a la seguridad jurídica y vigencia de las libertades.
¿Cómo reconvenir a esta Corte “menemista”, según dicen, hasta ayer en franca rebeldía? Aunque ahora toda predicción es vana, creemos que los registros del pasado debieron consultarse para ser contextualizados en el presente. Al asociar los datos de la historia con el fracasado juicio político – amenaza, por un lado, y “chantaje”, por el otro-, nada mejor que ventilar el saber académico y sacudir la mente de los políticos, marcando la diferencia entre el “desempeño del cargo” y la “conducta de los jueces”:
* En nombre de la experiencia judicial, se sostiene que los jueces “hablan por sus sentencias” y aplican sin excepción el “principio de legalidad”. Si esto es así, los legisladores no debieron poner la mira en el “mal desempeño del cargo”, cosa que los llevó por camino seguro al estrepitoso fracaso.
* La Constitución habilita, en forma indirecta, la remoción por mala conducta cuando los jueces que transitan por los repliegues del poder quedan pegados a maniobras inconfesables, sumisiones genuflexas, maridajes espurios.
La remoción por mala conducta, con corrupción incluida, debió ser la vía por seguir para llevar adelante una investigación en la que estuvieron clavados los ojos de la Nación y respecto de la cual resultaba difícil aportar pruebas. Pero los legisladores lo descubrieron muy tarde, y el resultado salta a la vista: fue una oportunidad malograda, o una “patriada alocada”, que pasará al desván de la historia con el aplauso de unos y el desencanto de otros.