En el último tramo de la contienda electoral, un aluvión de mensajes ensalza al mejor candidato posible, pero muy poco se informa sobre los humores que anidan en el cuerpo social. Y es precisamente en tiempo de vísperas cuando el ciudadano común elabora el designio secreto que dará un primer presidente al nuevo milenio.
Nuestros padres forjaron gobiernos autoritarios sobre los escombros de una guerra terrible; la generación actual dio presidentes bajo tutelas militares y amenazas de terror; nuestros hijos apostarán a quienes ya navegan entre “la guerra de las culturas” y “el fin de la historia”. A la hora de votar, unos y otros depositarán en el “sagrado recinto” la esperanza del triunfo o el cáliz de la derrota. Lo ideal sería que el ciudadano llegara a las urnas con la altura moral de quien está en posesión de los más preciados trofeos: un pueblo soberano con todo el desarrollo que la imaginación puede concebir, un ideario esencial con principios de buen gobierno para resolver los problemas que castigan al conjunto social, firme convicción sobre el mejor candidato sustentada en ideas claras e información precisa, electores orgullosos de serlo como artífices privilegiados del triunfo de unos y la derrota de otros, candidatos de la ciudad que sin olvidar su origen y hablando en nombre de todos luchan por el bienestar general… Porque en la república virtuosa la sociedad se gobierna a sí misma guiada por una firme creencia: “El pueblo es el origen y el fin de todas las cosas; todo viene de él y todo va hacia él”.
Pero un escenario distinto estaría modificando la historia, porque la democracia ya no se imagina a sí misma como una reconducción del pasado. Tal como están las cosas, la vieja república de “la abnegación y el deber” se ve hoy desplazada por una democracia “indolora y festiva”, cuyas señales algo difusas ocuparán un lugar en la escena del próximo día 24. He aquí algunas evidencias de esa atmósfera electoral que, instalada entre nosotros, anticipará el perfil de un mañana aún impensable.
Para multitud de chicas y muchachos de toda condición, el voto ya no será el imperativo de obligación y sanción sino una liturgia iniciática donde se cruzarán las primeras miradas furtivas como anticipo de futuros lazos secretos.
Cientos de empresarios, ejecutivos y yuppies , menos preocupados por las intenciones puras que por los beneficios concretos, seguirán cerrando millonarios negocios, celular en mano y desde calles y veredas ganadas por los comicios.
Millones de empleados, obreros y excluidos, que de la unión sacaban sus fuerzas, verán desaparecer la magia del voto que, sagazmente inducido, concentraba en sus manos un inmenso poder.
Gente de la noche, rockeros, discjokeys y tequileras para los que la movida electoral no estará irrigada con ingredientes de unción y fervor, sino disuelta en la parada tediosa, con algunos toques de apatía y sopor.
Legión de intelectuales, periodistas, creativos y docentes que, engrosando filas caprichosas, no se escandalizarán demasiado por esa masa ciudadana -ni mejor ni peor- que, dando la espalda a lo público incierto se repliega, en lo privado seguro.
Esta atonía del espíritu cívico, ¿puede entenderse como un inesperado volver a empezar? ¿Y cómo será el incierto mañana? No lo sabemos. Nuestros padres habrán perdido el sentido de deuda que todavía los ata a un oscuro pasado; la generación presente olvidará sus gestaciones patéticas e inacabadas; sólo los jóvenes recogerán, mañana, el fruto apenas amable de esa democracia efímera, indolora y festiva.