Comunicación. Seminario de Metodología. Doctorado en Ciencia Política. Universidad del Salvador- Sesión del 2 de noviembre de 2007.
La revisión realizada sobre el diseño institucional y las prácticas políticas recurrentes, nos proporciona un cuerpo de información de suma importancia sobre los fundamentos y los alcances del hiperpresidencialismo vigente a lo largo del período en estudio. Los datos reunidos permiten reconsiderar muchas de las ideas convencionales en la materia y a partir de las constataciones alcanzadas, formular en su momento conclusiones definitivas.
Sector por sector se da cuenta de las siguientes constataciones :
a) Inestabilidad democrática. Las transformaciones tecnológicas y económicas ocurridas especialmente durante la primera mitad del siglo XX, modifican sustancialmente la configuración social que había dado sustento a la “república de notables” erigida en tiempos de la Organización Nacional, pero la propia intensidad de estas transformaciones y las dificultades para convertirlas en un desarrollo estable, introdujeron tensiones sociales que no consolidan el apoyo a una democracia estable. Las presiones de los sectores sociales en ascenso durante los períodos de auge exportador, los incorporan a la vida política y crean las condiciones que dan lugar a las dos primeras experiencias democráticas en la historia del país, al menos en cuanto al orígen de los gobiernos, entre 1916 y 1930 y entre 1946 y 1955. Pero el desencanto que producen las crisis económicas priva de apoyo no sólo al gobierno sino a las propias experiencias democráticas, que concluyen con golpes de estado protagonizados por las fuerzas armadas, pero acompañados por el conjunto de los partidos políticos que constituían la oposición al gobierno destituído y con un considerable consenso de la población en general, y se inician experiencias institucionales basadas en el retorno al fraude electoral, a la proscripción política o directamente a experiencias de gobernos de facto cívico-militares.
b) Sentimientos de incomodidad y recelo. El sentimiento de incomodidad existencial o directamente el recelo hacia el cambio de valores que se asocian a la urbanización y a la modernización que se observan en la sociedad argentina durante gran parte del siglo XX, es común en las sociedades en vías de desarrollo y está emparentado con la creación de condiciones propicias para la aceptación de alternativas autoritarias que ofrecen resolver los problemas económicos y políticos, dando sentido histórico a la vida de los argentinos. Autores de muy diversas concepciones, como Guillermo O´Donnell, Cristian Buchrucker o José Ignacio García Hamilton, confirmaron las tendencias conservadoras, reacias al consenso democrático; e incluso autoritarias que ya anteriores investigadores habían observado en la sociedad de la época.
c) Recurso a un Estado concentrador. Aunque no se alcanzó a consensuar un sistema constitucional hasta 1983, en el estricto sentido de la palabra, se fue configurando -por encima de las más diversas y duras divergencias de los conflictos sociales y políticos del período- un perfil de estado, una práctica de gobierno y un aparato administrativo que reflejaron en toda su extensión la búsqueda de un sentido de seguridad que parecía experimentar aquella sociedad, que se expresó a través de la identificación con el Estado, símbolo común, prenda de unidad y fuente de seguridad al que todos los sectores vieron como el ámbito necesario para poder concretar sus proyectos, por lo que todos contribuyeron a su fortalecimiento a medida que tuvieron la oportunidad de participar en su configuración. El resultado previsible de ese proceso fue una espectacular acumulación de competencias y un crecimiento de las estructuras como jamás había alcanzado el Estado nacional, bajo el directo control del Ejecutivo, organizado como un poderoso sistema burocrático, concebido por todos los sectores en pugna como el gran árbitro llamado a promover el desarrollo y asegurar la convivencia.
d) Discurso en línea con ese Estado concentrador. Es por eso que los ideales expresados en el discurso de los más contrapuestos sectores de la época muestran una significativa coincidencia en la búsqueda de un Estado regulador, que fuera a la vez protector del capital, del trabajo y de la cultura, presidido por un gobierno de unidad nacional. Este núcleo de ideas aparece en el discurso de los movimientos políticos de masas, de las coaliciones que acompañan las experiencias constitucionales restringidas, de los gobiernos cívico-militares, de los grupos que aspiraban a constituir experiencias revolucionarias; y tiene su correlato en las corrientes predominantes del pensamiento económico y jurídico prevalecientes en la misma época y en otros lugares del planeta. Los debates teóricos versaban sobre la legitimidad de cada sector para controlar ese sistema, más que sobre el modelo fundamental. Las doctrinas políticas encuentran sus principales fundamentos en las corrientes espiritualistas contrarias al positivismo –como la ética social krausista y sobre todo el pensamiento católico- y toman algunos conceptos de los grandes paradigmas antiliberales de la época –como las ideas nacionalistas de la unidad nacional, o la idea marxista de imperialismo-, y tenían un concepto muy limitado de lo que actualmente se entiende por participación democrática pese a haberla incorporado en el nivel de la retórica –eran reacios a reconocer el valor del pluralismo político y proclives a creer que, en determinadas circunstancias, un acuerdo de dirigentes podía sustituir válidamente el sufragio universal para elegir un gobierno-. En economía, coincidían en posicionarse a favor de un estado intervencionista que controle la orientación de la economía, la distribución del ingreso, las actividades estratégicas y los principales servicios públicos, regule el comercio exterior y ejecute políticas sociales activas. Consecuentemente con ese clima de ideas, la doctrina constitucional de la época se caracterizaba por el auge de la llamada doctrina de la interpretación dinámica de la constitución –heredera de la idea alberdiana de que la constitución es más un instrumento de orden político que de derechos individuales-, las doctrinas de Barthélémy y Hauriou sobre el mandato libre de los representantes, la doctrina de facto de Constantineau –sobre la legitimidad de los gobiernos surgidos fuera de los procedimientos constitucionales- y la doctrina de Fleiner sobre la supremacía del interés público sobre el derecho individual –expresada en la introducción del concepto de función social de la propiedad y en una interpretación amplia del alcance del concepto de poder de policía-.
e) Consecuente expansión del Poder Ejecutivo. Consecuentes con sus ideas sobre el rol del Estado y del Gobierno, los protagonistas de la época fueron partidarios de la mayor expansión de las facultades institucionales del Poder Ejecutivo. La idea aparece consistentemente en el discurso político de todas las facciones, desde los grandes movimientos de masas –con las postulaciones de Hipólito Yrigoyen sobre un ejecutivo de fuerte intervención o las de los convencionales peronistas de 1949 sobre las condiciones para el gobierno enérgico que necesita el estado moderno hasta las coaliciones conservadoras habitualmente asociadas a los gobiernos cívico-militares- con sus evocaciones al presidencialismo diseñado por Juan Bautista Alberdi o la tesis máxima de Osiris Villegas de que el poder ejecutivo está por encima de la ley –incluyendo, por supuesto, a las corrientes más radicalizadas –como el ideal nacionalista expresado por Leopoldo Lugones sobre la fundación de una dictadura latina o la concepción de sectores marxistas sobre los poderes que necesitaría un gobierno revolucionario-. Y aparece igualmente en la corriente mayoritaria de la doctrina jurídica de la época, que fue eminentemente exaltatoria de las virtudes institucionales que atribuía al presidencialismo –como las opiniones de Juan González Calderón, Julio Oyhanarte y Germán Bidart Campos sobre el poder originario, la preeminencia institucional y la fuerza ejecutiva del poder presidencial.
f) Concentración reflejada en los marcos institucionales. Este consenso de los protagonistas de la época sobre la extensión del Estado y el poder del Gobierno se reflejó en el diseño de los marcos institucionales que rigieron a lo largo del período en estudio. El presidencialismo está presente en el texto de la Constitución Nacional de 1853/60, en su reforma de 1949, en su restauración de 1957 y hasta en su modificación transitoria de 1972, en las normativas supraconstitucionales que se establecieron en los marcos institucionales de facto, como los bandos de 1930 y 1943, las Directivas Básicas de 1955 y los Estatutos de 1966 y 1976. Y se consolidó especialmente a través de sendas legislaciones sancionadas por todos los gobiernos. En la Constitución Nacional de 1853/60 se establece un sistema representativo propicio para la construcciones hegemónicas, un sistema republicano atenuado por la reducción de los controles y contrapesos institucionales de su similar estadounidense y un sistema federal de alcance restringido. En la reforma de 1949 se introducen funciones sociales y poderes económicos que continuaron vigentes por vía legislativa después de su derogación en 1957. La modificación de 1972 agrega la supresión de las elecciones legislativas parciales durante el mandato presidencial. Y los estatutos de facto establecen directamente la supremacía del gobierno sobre las normas constitucionales, atribuyéndole directamente las facultades de los demás poderes públicos y provinciales. La legislación que fue confiriendo atribuciones al gobierno –sobre todo en materia de poderes económicos- es sistemáticamente confirmada y aumentada por los sucesivos gobiernos –incluso la legislación de facto dictada por presidentes militares es genéricamente legitimada en el primer acto del Congreso cuando se reanudan las experiencias constitucionales-.
g) Concentración de atribuciones constitucionales originarias. Las atribuciones originarias del presidente argentino en el propio texto de la Constitución de 1853/60, reflejan el espíritu jerárquico que continuaba vigente en la época, y se diferenciaba claramente de su equivalente estadounidense. En el lenguaje que adopta el texto constitucional de 1853/60, subsistente en el texto constitucional de 1949, la condición del presidente argentino es un “título” –connotación de un fuero superior- y no un “cargo” –connotación de responsabilidad jurídica- representación que es reafirmada en tal sentido por el encabezado del artículo que enumera las atribuciones presidenciales, que lo declara “jefe supremo”. Y la lista de atribuciones originarias del poder ejecutivo –igualmente mantenida en las reformas posteriores- le otorgan amplios poderes administrativos, financieros, diplomáticos y militares -incluso administrar la renta pública y declarar la guerra- con un comparativamente reducido marco de controles institucionales. Se diferencia muy claramente no sólo de los gobiernos parlamentarios que se generalizan en los sistemas constitucionales de las democracias modernas de la época, sino también del que suele suponerse que es su modelo, el de los Estados Unidos, cuya constitución define con sencillez que el poder ejecutivo “será investido en un presidente de los Estados Unidos de América”, y necesita la aprobación del Congreso para designar su gabinete y para el movimiento de la recaudación; y donde no están autorizados los gastos del tesoro público sin una expresa asignación legal, documentada y publicada ; y se reserva exclusivamente al Congreso la facultad de declarar la guerra.
h) Predominio de los gobiernos de facto. La práctica institucional de la época marcó diferencias aún mayores entre el poder del presidente argentino y el de sus equivalentes en las democracias contemporáneas. De los setenta y un años que transcurrieron desde la introducción del sufragio universal y secreto en 1912 hasta el final del último gobierno en 1983, apenas la tercera parte -veintiseis años: 1916-1930; 1946-1955; 1973-1976- transcurrieron con gobiernos elegidos por mecanismos democráticos. Dos tercios del período en estudio transcurrieron entre experiencias constitucionales restringidas por el fraude o la proscripción –1912-1916; 1932-1943; 1958-1962- o bajo experiencias de facto surgidas de golpes de estado –1930-1932; 1943-1946; 1955-1958; 1966-1973; 1976-1983-
i) Preeminencia del Poder Ejecutivo sobre las demás instituciones. La expresión de la extensión que tiene el poder presidencial en el sistema institucional argentino ha sido su preeminencia sobre las demás instituciones políticas del país. Predomina sobre los demás poderes del estado y sobre las autonomías federales tal como está previsto en la Constitución Nacional de 1953/60.
– Preeminencia sobre el Poder Legislativo. La preeminencia del Poder Ejecutivo sobre el Poder Legislativo se tradujo en facultades constitucionales para condicionar y compartir las funciones propias de éste, tanto en los textos de 1853/60 y 1949, como en la modificación de 1972 –tiene facultades de colegislador para regular las competencias correspondientes a su materia originaria, participa con la presentación de sus propios proyectos, vetando leyes ya aprobadas o reglamentando las que decide aprobar y decidiendo si autoriza al Congreso a funcionar más allá de su preíodo de sesiones ordinarias, con facultad de determinar el contenido de sus deliberaciones en caso de decidir dicha prórroga y por la vía de la delegación legislativa podía además decidir en materias propias del Congreso –como ocurrió con la delegación de las facultades económicas en materia de moneda o deuda externa y desde el siglo XIX-; la modificación de 1972 le agregó la posibilidad de completar el período sin elecciones legislativas de mitad de mandato que modifiquen su mayoría parlamentaria o cuestionen su vigencia política. Además de ejercer todos estos poderes, en la práctica, el presidente determinaba en buena medida la composición de los bloques de legisladores oficialistas a través de su liderazgo partidario y con frecuencia gobernaba acompañado de mayorías oficialistas aseguradas por la elección simultánea de la investidura ejecutiva y representaciones legislativas a la salida de cada experiencia de facto, por la polarización en torno a movimientos de masas con características hegemónicas y –durante las experiencias constitucionales restringidas- por medio del fraude o la proscripción de opositores. A esto se agrega que, durante los períodos de experiencias cívico-militares de facto, el presidente gobernaba investido con las facultades propias del Congreso dictando legislación que era confirmada por el Congreso cuando se reiniciaban las experiencias constitucionales.
– Preeminencia sobre el Poder Judicial. El predominio del poder ejecutivo sobre el poder judicial se manifestó en facultades para condicionar y compartir las funciones judiciales en los textos de las Constituciones de 1853/60 y de 1949, al otorgarle al poder ejecutivo la facultad de intervenir en la composición de todos los niveles del poder judicial federal –proponiendo los candidatos a un Congreso que, como vimos, también controla- , así como intervenir en el resultado de los procesos judiciales a través de la facultad de indultar y de conmutar penas. Con estas facultades, en la práctica, continuó la tendencia del siglo XIX a que cada nuevo gobierno procurase nombrar una Corte Suprema total o parcialmente adicta, y la correlativa actitud de los jueces de evitar cuestionar los actos del ejecutivoaún cuando fuesen formalmente inconstitucionales. Los poderes que le conferían los estatutos de facto incluían la designación de todos los jueces sin control parlamentario. Y una creciente legislación estableció una vastísima jurisdicción primaria administrativa que iba desde competencias de fiscalización de actividades económicas hasta tribunales militares con facultad de juzgar civiles en casos de conmoción interior, con fuertes restricciones para lograr la revisión judicial de sus resoluciones.
– Preeminencia sobre los gobiernos provinciales. Su preeminencia sobre los gobiernos provinciales incluiría las facultades de impartir directivas a los gobernadores para la ejecución de las políticas nacionales –por la condición de agentes del gobierno federal que la Constitución de 1853/60 y la reforma de 1949 imponían a aquellos- y de decretar la intervención federal, destituyendo a las autoridades locales por sí durante todo el período en receso del Congreso –la mitad del año- establecidas en todos los textos constitucionales de la época. La legislación le agregó –desde la década del treinta- el manejo de los fondos de los más importantes tributos provinciales –los impuestos al consumo- por medio de la coparticipación federal e incorporó en forma permanente –aun luego de la derogación de la reforma de 1949, que la había introducido- la facultad de controlar los recursos naturales estratégicos de los territorios provinciales –como hidrocarburos y otras fuentes de energía-. En la práctica, el presidente influía en la elección de los gobernadores con la estructura partidaria que conducía y negociaba su apoyo político a cambio de beneficios en la coparticipación de recursos y decretaba la intervención federal contra los que enfrentaban sus políticas, continuando también en esto la práctica del siglo XIX. Durante las experiencias de facto, designaban directamente a los gobernadores y controlaban centralizadamente los recursos.
La extensión de estos poderes presidenciales contrasta con los de su equivalente en las democracias contemporáneas. No encuentra paralelismo alguno en las democracias parlamentarias y ni siquiera se equiparan al presidencialismo estadounidense, cuya constitución prohibe que el Congreso homologue actos de goberno “ex post facto”; autoriza al poder ejecutivo a proponer sólo los candidatos a la Corte Suprema y se acompaña de una legislación que aseguraba la revisión judicial amplia de las jurisdicciones administrativas; y con una práctica extremadamente escasa de intervención central sobre los estados locales, que tienen competencia incluso en materia de legislación civil y penal de fondo.
j) Intervención en la sociedad. La expresión más visible de la extensión del poder presidencial fue el que ejercieron los presidentes argentinos del siglo XX sobre la sociedad en general, que tuvieron alcances que algunos autores, como Negreto, llegaron a considerar como totalitario.
– Concentración económica. Las facultades del presidente en el campo de la economía fueron el caso más paradigmático : regulaba la política monetaria, la minería, la actividad agropecuaria, industrial, comercial y financiera, y el comercio exterior. Con estas facultades, extendieron el sector público nacional hasta límites sin precedentes : desarrollaron entidades financieras estatales –que orientaban el mercado de créditos y seguros- y empresas estatales emblemáticas de su tiempo con las que desarrollaron industrias –siderúrgicas, de hidrocarburos y de defensa-; obras públicas –especialmente viales y energéticas- y transportes -ferroviarios, fluviales, marítimos y aéreos-; servicios públicos –casi todos desde la d´ñecada del cuarenta- y medios de comunicación masiva- y favorecieron el control político de la economía a través de concertaciones que favorecen la actividad de sectores empresarios protegidos.
– Activas políticas sociales. A esto se agregó su nueva función de ejecutor de la mayoría de las nuevas políticas sociales. Los presidentes desarrollaron y fiscalizaron las políticas de contralor , seguridad e higiene laboral, una extensa red de hospitales en todo el territorio del país, complementados por una política de generalización de la medicina social bajo su supervisión, y un extenso sistema de seguridad social con amplios poderes sobre recursos previsionales y asistenciales.
Persistieron en todas estas políticas a pesar del creciente déficit público –al que intentaron financiar primero con emisión y luego con el endeudamiento, con los consiguientes efectos inflacionarios-. Esta tendencia se mantuvo incluso durante aquellos gobiernos cívicos y militares que algunos autores caracterizaron como supuestamente liberales.
La amplitud del poder presidencial sobre el gasto público y lo escaso de los controles a que estaba sujeto –igual que en el siglo XIX- tuvo el efecto de generar suspicacias y denuncias de corrupción –tanto sobre ventajas ilegítimas otorgadas a empresarios privados, como sobre el uso de las políticas sociales con fines de clientelismo- pero sin que ninguna de esas controversias significara el desarrollo de condicionamientos al ejercicio de los poderes económicos del presidente como ocurría en las democracias modernas de su época.
– Estrategia de apropiación cultural. Los presidentes mantuvieron y utilizaron políticamente sus poderes en materia de control de la educación, la ciencia y la religión. Con su poder de regulación sobre la instrucción pública del país y del control directo de la mayoría de los establecimientos primarios, medios y terciarios, expandieron la cantidad de establecimientos y la matrícula escolar –hasta reducir al mínimo el analfabetismo ya en la década del treinta- y diversificaron la oferta educativa, pero, a través de ellos, multiplicaron las prácticas ceremoniales con reminiscencias militaristas en la escuela y difundían sus concepciones ideológicas a través de los contenidos. Controlaban y promovían la actividad científica como instrumento estratégico de poder militar y económico, bajo control directo del gobierno –más que de las universidades-, para el desarrollo de tecnologías con aplicación industrial y militar. A sus poderes de fiscalización sobre la Iglesia Católica procuraron utilizar la religión como instrumento ceremonial de la política oficial y con sus nuevas facultades para fiscalizar todos los cultos, procuraron promover jerarquías religiosas oficialistas.
– Restricción de las libertades y los derechos. Y lo que es aún más significativo es que ejercieron amplias facultades para restringir las libertades públicas y los derechos individuales, como instrumento habitual de su concepción de ser la única expresión del auténtico interés nacional. Así, mantuvieron sus facultades del siglo XIX para suspender las garantías de las personas –por medio del estado de sitio-; la reforma de 1949 -y legislación posterior- extendió esos poderes de excepción al control de la libertad de reunión y la expresión política. La libertad de expresión y sus facultades económicas de emergencia se hicieron permanentes. En uso de tales poderes limitaron activamente la expresión de las concepciones alternativas a las oficialmente reconocidas –por medio de campañas de comuncación , censura, secuestro de publicaciones y prohibiciones de espectáculos y cultos no tradicionales-, promovían la persecución política y la segregación social de opositores políticos y de disidentes culturales –excluyéndolos de la vida política y del acceso al empleo público, al sistema educativo y a los medios de comunicación-, aprobaban el uso de la tortura como técnica para la investigación del delito en general y de intimidación de opositores en particular. Por extensos períodos gobernaban bajo estado de sitio y con legislaciones de emergencia, en cuyo marco disponían de los derechos de las personas –desde el desconocimiento de derechos civiles, económicos o políticos hasta la organización de desapariciones forzadas y ejecuciones sumarias casi sin revisión judicial.
Las constataciones retenidas permitirán formular conclusiones de múltiples proyecciones que esperan confirmar los aspectos metodológicos de la investigación y que habrán de constituir aportes teóricos significativos sobre los aspectos históricos, sociológicos y propiamente politológicos involucrados en el régimen político en estudio.