EL sistema escolar de convivencia sancionado por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires incorpora un régimen de “participación democrática” en reemplazo de antiguas “prácticas autoritarias”. El nuevo marco legal dispone que cada colegio secundario, estatal o privado, organizará un consejo de convivencia para tratar los casos de inconducta y aconsejar las sanciones pertinentes. Cabe preguntarse si la ley, salida de un debate legislativo al rojo vivo, impondrá orden en las escuelas o profundizará los males existentes. Pocos países civilizados están pasando por situaciones tan anómicas y conflictivas como las soportadas por la Argentina actual. Pensadores autorizados señalan que la crisis global de la sociedad se traslada al ámbito educativo. No resultaría ocioso, según ellos, vincular el “aterrador incremento del delito” con la “violencia instalada en las escuelas”.
En esa atmósfera cargada de tensiones, el nuevo sistema escolar de convivencia, ¿será un instrumento para aggiornar el modelo educativo pensado hace más de un siglo o será un disparador para acabar con estructuras que perduran en estado terminal?
Consejos de convivencia En general, adhiere a un estilo “prescriptivo”, enraizado en la cultura tradicional, el sector educativo privado, que se identifica con un modelo pedagógico fundado en los valores de respeto y obediencia, jerarquía y autoridad, orden y disciplina. Se inscriben en una corriente “permisiva”, nutrida en ideas progresistas, sectores influyentes de colegios estatales, que abogan por “democratizar la enseñanza”, con una nueva noción de escuela, moderna pedagogía activa, reglas de conducta consensuadas y mayores responsabilidades compartidas.
Los consejos -constituidos por directivos, docentes, preceptores, padres y alumnos- deberán tratar los casos de inconducta y aconsejar las sanciones pertinentes. Cada escuela de gestión estatal tendrá un consejo de convivencia integrado por la dirección y los representantes educativos elegidos “democráticamente”; cada escuela de gestión privada tendrá un “órgano apropiado” según modos “alternativos y flexibles”. Pero uno y otro serán entes de consulta sin facultades decisorias.
Presionada por la oposición, la mayoría legislativa debió sortear escollos para poder sostener el “espíritu del texto”: los colegios de gestión estatal deberán atenerse a las sanciones “taxativamente establecidas”, su aplicación no podrá ser pedida por los alumnos y la decisión corresponderá a los directivos de la escuela. En los colegios privados las autoridades tendrán la última palabra, previa participación de la comunidad educativa, pudiendo aplicar las “sanciones intermedias” que respondan a las consignas del propio proyecto educativo.
Supuesto que no deben esperarse soluciones mágicas para contener la violencia en la sociedad y para instalar la disciplina en las escuelas, no es impropio anticipar situaciones que marcarán distancia entre las intenciones que inspiraron la propuesta y las limitaciones que impondrá su aplicación.
La crisis evolutiva de la adolescencia y su necesidad de contención plantean preguntas que en su momento exigirán respuestas. ¿Qué harán los jóvenes con la cuota de poder que tendrán de ahora en más, para definir y aconsejar sanciones a los propios compañeros? Ante situaciones especiales que reclaman comprensión, ¿serán duros e inflexibles “justicieros” o “dispensadores” de equilibrio y moderación? En fin, ¿se puede apostar seriamente a que los jóvenes serán los artífices de la sana convivencia hoy por hoy ausente de las aulas?
Apuesta a la esperanza Ante una generación de padres y maestros que, formados en el “prohibido prohibir” de los 70, abrazan la “ética indolora” de los 90, ¿no cabría imaginar que todo seguirá igual, cambiando algo para que nada cambie? ¿Cómo asegurar que la libertad de los jóvenes no quedará prisionera de sus efectos indeseados? Y aunque así no fuera, ¿cómo acortar la brecha que subsistirá entre la imposición de la sola convivencia y la formación de una conciencia solidaria de responsabilidades mutuas?
Tanto la acción violenta como el grito de silencio aparecen como un reclamo que los jóvenes hacen a los adultos pidiéndoles formación para enfrentar la vida y preparación para asumir el futuro. La apelación a los chicos ¿no será una señal sagaz para ventilar las incapacidades del mundo adulto y llamar la atención sobre sus responsabilidades indelegables? La sanción del sistema escolar de convivencia -un concepto que puede servir tanto para instalar los consensos necesarios como para profundizar los males existentes- clausura un proceso y marca un camino en el que la apuesta a la esperanza deberá contar con los equilibrios necesarios en tiempos en que los jóvenes toman la palabra y vuelven a ocupar un lugar central.