La decisión política de Eduardo Lorenzo Borocotó, que saltó de la oposición al oficialismo, mereció el repudio de la alianza Propuesta Republicana, que inició acciones legales para que la justicia electoral inhabilite el realineamiento del diputado electo por falta de ética e idoneidad moral. Aunque la nueva versión de “transfuguismo” fue precedida por decenas de antecedentes de variada especie, muy pocos casos llegaron a la Justicia y sólo uno, en 1988, fue rechazado por declaración de incompetencia. Sin embargo, en los fundamentos del tribunal se invocó una supuesta doctrina según la cual la banca pertenece al diputado electo y no al partido de adscripción. ¿Esto significa que el tránsfuga –así llamado por pasar de un partido a otro– es el dueño exclusivo de su banca, por lo que la pirueta del diputado electo gozaría de absoluta impunidad?
Una lectura atenta de esta aventura un tanto extravagante nos remite a una controversia que ya se intentó zanjar sin resultados decisivos. En la supuesta doctrina invocada puede encontrarse la piedra de toque para suponer que la maniobra del diputado electo sería ilegítima, no sólo por falta de ética e idoneidad moral, sino también porque habría ingredientes jurídicos que favorecerían al partido de adscripción.
Autorizados juristas europeos del siglo XX sostuvieron que en la democracia de partidos el mandato político no podía sujetarse a las obligaciones del mandato civil; debe pasar el control de los representantes de manos de los electores que los votaron a manos del partido que hizo posible la victoria. La tesis precursora, que rompía con la vieja doctrina del “mandato imperativo de extracción individualista”, fue recogida entre nosotros por el jurista Héctor Orlandi –en su tiempo presidente de la Cámara Nacional Electoral– quien respaldó la novedosa posición recorriendo antecedentes históricos y comparando constituciones nacionales y extranjeras. La nueva tesis de la representación política, que al principio fue semilla de acaloradas controversias, terminó por imponerse tanto en la arena política como en el foro académico.
Así, al producirse la vacante ocurrida por la muerte del diputado socialista Ramón Muñiz en 1965, el jurista Antonio Castagno, interesado en el asunto, se instaló en el Congreso para administrar una encuesta sobre la pertenencia de las bancas parlamentarias y cuestiones conexas como la formación de bloques autónomos y la expulsión de parlamentarios por indisciplina. El universo formado por los diputados que intervinieron en el debate parlamentario arrojó un total de trece respuestas: ocho diputados opinaron que los representantes respondían jurídica y políticamente al partido de pertenencia; tres diputados sostuvieron que cada representante mantenía un vínculo político y jurídico con el electorado que lo votó; dos diputados opinaron que la banca pertenecía al propio legislador. La investigación incorporó otras fuentes complementarias; se destacó entre ellas la opinión del constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte, presentada por las autoridades del entonces Partido Socialista Argentino.
Del lado académico, reconocidos constitucionalistas acordaron que la representación imperativa entre mandante y mandatario era de imposible aplicación en la compleja sociedad contemporánea, desgranando por medio de derivaciones lógicas que en la democracia de partidos disminuye la posición del ciudadano elector y crece la influencia de la corporación política; que en los comicios el ciudadano sólo confiere la investidura representativa originaria; que la responsabilidad jurídica ante el pueblo es reemplazada por la responsabilidad política ante el partido.
La jurisprudencia parlamentaria y la doctrina de los juristas “hizo camino al andar” y la tesis derivó en tres entidades que no pocos académicos y políticos de nuestros días no alcanzan a sospechar y menos a comprender. La primera: nadie puede ser elegido si no figura en la lista oficializada de un partido, siendo inexistente o resultando inválidas las candidaturas independientes por fuera del sistema de partidos. La Corte Suprema de Justicia lo ha dicho y el famoso caso Ríos está ahí para probarlo. La segunda: no hay bancas personales; éstas son del partido de pertenencia por ser el que representa al pueblo que ha votado al candidato electo. La jurisprudencia y práctica parlamentaria ilustran al respecto. La tercera: el mecanismo de designación de candidatos y su inclusión en las listas sábana –de antigua data– compromete al representante elegido con la corporación partidaria y no con los electores que lo votaron. Las leyes electorales y el estatuto de los partidos políticos lo confirman.
Aunque toda predicción es vana, creemos que la jurisprudencia parlamentaria y la doctrina de los juristas deberían ser consideradas para poder orientar el caso que, a nuestro entender, debería contextualizarse en función de los siguientes ejes:
La Constitución nacional reformada en 1994 dispone, en su artículo 54, que las bancas del Senado son asignadas a los partidos. Teniendo en cuenta que la tradición constitucional ha previsto formas dinámicas de lectura e interpretación del espíritu y la letra de la ley suprema – sabia prevención ante la posibilidad de proclamas erráticas e irresponsables– resultaría válida la aplicación analógica del mencionado artículo 54, de modo tal que la disposición establecida para la banca del senador pudiera ser aplicada a la banca del diputado.
En nombre de la experiencia legislativa y de la doctrina de los juristas se sostiene sin oposición que las bancas son del partido de pertenencia. Si esto es así, la banca no es propiedad del tránsfuga electo sino del partido de adscripción. Ergo, la demanda judicial debería centrar la mira en la argumentación jurídica –y sumado a ello la falta de ética e idoneidad moral– para llevar el asunto por el camino más seguro y poder resolver este hechizo en que hoy están clavados los ojos de la nación.