Con estrategias de comunicación que van desde el timbreo por los barrios hasta la unificación del discurso, el Gobierno se esfuerza por transmitir un mensaje que en tiempo electoral pretende empatizar con las “ilusiones y desvelos de la gente”. Como acaso nunca antes, ese modo de hacer política acusa una metamorfosis que reemplaza las viejas formas del discurso por la nueva estética del relato. Mutación que gana espacio en una Argentina donde brillan por su ausencia las convicciones republicanas y las prácticas democráticas.
Esa nueva estrategia del discurso nos conecta con la llamada “fórmula política”: un tradicional estilo de conocimiento simbólico, estructurante e integrador, aplicado por los sistemas políticos de todos los tiempos y que está presente en nuestra construcción como nación al exhibir sus principios y asegurar su vigencia, al explicar el pasado, conducir el presente y orientar el futuro.
Cuando los historiadores sitúan el instrumento en su contexto y van al entramado que le da origen, nos hablan de la “república posible” forjada en las ideas precursoras de Juan Bautista Alberdi y exaltan la fórmula de paz y administración impulsada por Julio A. Roca. Al evocar los grandes diseños del siglo XX, los estudiosos registran la reparación como consigna del ideario yrigoyenista y exhiben la concordancia conducida por Agustín P. Justo. Próximos a nuestro tiempo, los memoriosos recuerdan la “tercera posición” proclamada por Juan Domingo Perón y el cancelado plan de desarrollo de factura frondizista. En el umbral del actual milenio, tenemos presente el soñado “tercer movimiento histórico” de impronta alfonsinista y la abortada economía popular de mercado de sello menemista. Como herencia recibida, el modelo nacional y popular del kirchnerismo suma su versión severamente clausurada. Todos éstos son diseños diferentes de una cartografía política cuyos contenidos no agotaron su virtuosismo ni consumaron sus designios.
Este encadenamiento con el pasado resulta significativo porque nos da a entender que la “fórmula política” opera como el instrumento orientador, muy útil ante reformas estructurales de gran alcance. Ciertamente, ésa no es la empresa que pueda encarar un equipo de profesionales -“el gabinete de los CEO”- que, entrenado para “resolver los problemas de la gente”, va acumulando en su pasivo no pocos desaciertos.
En la sociedad dividida por la grieta y potenciada por el choque de modelos excluyentes, se impone la inquietante conjetura: ¿cómo instalar el diseño de una “fórmula política” al que el Gobierno es intensamente esquivo? En el reciente libro La política en el siglo XXI, Jaime Durán Barba se ocupa en versión libre de la “fórmula política” diciéndonos que “todos nos orientamos en la vida con visiones globales que nos permiten ser lo que somos…”. Y empujando la sentencia con la fábula del zorro y el erizo -que le llega del pensamiento clásico-, el autor invita a estrechar lazos entre dos mentalidades “alérgicas” la una con la otra: la de quienes tienen la visión dispersa de un mundo tumultuoso y contradictorio que no pueden integrar a través de un orden coherente -la mentalidad del zorro- y la de quienes tienen la visión central a través de un principio ordenador que da sentido a los acontecimientos de la vida: la mentalidad del erizo.
Gracias a la visión centrífuga del zorro, se mejora la calidad de nuestras vidas; gracias a la visión centrípeta del erizo, se realizan los grandes emprendimientos.
¿Qué pensamiento líder imprimirá rumbo y contenido a la “fórmula política” de un gobierno que pretende ser fundacional? Los próximos comicios darán un veredicto y anticiparán una respuesta.