La lectura política y jurídica del fenómeno que a todos nos concierne, -el coronavirus- nos conecta con el decreto presidencial de necesidad y urgencia, mediante el cual se amplió la emergencia pública sanitaria que en diciembre había declarado el Congreso Nacional; y dispuso que quienes recibieron confirmación médica de padecer el Covid-19, o quienes hubieran regresado al país desde zonas afectadas por la pandemia, debían permanecer 14 días aislados para evitar la propagación del virus. Al paso de los días, un nuevo decreto presidencial dispuso “el aislamiento social, preventivo y obligatorio de toda la población del país”. Estas y otras medidas complementarias se vienen prorrogando al compás de la evolución de la pandemia.
Haciéndonos eco de la emergencia sanitaria, que implica un conjunto de acciones preventivas, interesa saber si las medidas dispuestas por los decretos 260 y 297 se ajustan a nuestra Ley Suprema, ya que se trata de normas que restringen la libertad física y ambulatoria de las personas. Sin duda alguna cabe afirmar que lo resuelto no es de por sí inconstitucional porque “ningún derecho es absoluto y todos se ejercen conforme a las leyes que los reglamentan”.
Pero, en un sobregiro final, los dos decretos califican como delictiva la violación del aislamiento obligatorio por considerarla una conducta que afecta a la salud pública, remitiendo al artículo 205 del Código Penal de la Nación, que establece para sus autores una pena que va de 6 meses a 2 años de prisión. Esto significa que los dos decretos avanzan en materia penal, lo que no es una cuestión menor. Y aquí cabe conjeturar que la posición de intérpretes y opinólogos es y será contundente : los decretos incurren en una flagrante violación al artículo 99 inciso 3 de la Ley Fundamental, que ni siquiera cuando existan “circunstancias excepcionales” -como podrían calificarse las que generan el coronavirus- permite a los gobernantes dictar normas penales. Ciertamente a partir de una lectura literal –y “estrecha”- la Constitución no deja espacios libres para una interpetación alternativa.
Sin embargo, dada la gravedad del ttsunami”, no faltarán intérpretes y opinólogos que “por única vez, y a modo de excepción…” estén dispuestos a enmendar su dura defensa en favor de la Constitución. Tal la posición públicamente expuesta por el destacado constitucionalista Félix Lonigro, cuya inesperada declaración no jurídica merece celebrarse.
Este llamativo “desliz contitucional” cuya ejemplaridad espera seguimiento, nos abre espacio y nos conecta con el llamado estado de excepción, un recurso político, por encima y al margen de lo jurídico, oculto en la decisión del gobernante, pero que ha sido consagrado por los regímenes políticos de todos los tiempos y que, sin saberlo ni pensarlo, encontramos aquí y allá en nuestra construcción como Nación.
Poniendo en contexto ese entramado, este observador recala en el modelo del estado de excepción, donde la ciencia entra a jugar para entender y sostener con objetividad fundada lo que se ha entregado a una claudicación prudencial pero inconsistente, nombrada como “desliz constitucional”.
En abril de 2013, cuando los “estados de excepción” eran aparentemente extraños a nuestro sistema constitucional, Mario Serrafero, miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, publicaba un trabajo sorprendentemente premonitorio de la actual situación institucional.
En el paper Política y Excepción, escrito un par de años antes de su partida, Serrafero aborda el problema de la excepción en el ámbito de la política, cuestión que suele presentar distintos matices, no poco polémicos pero de indiscutida validación. En efecto : cada vez más, los gobiernos recurren a medidas que consideran excepcionales, ocasionando un apartamiento de la normalidad jurídica e ingresando en un territorio donde el régimen político puede sufrir importantes deslizamientos que comprometan imperceptiblemente su propia naturaleza.
En su estudio, Serrafero indaga sobre las llamadas situaciones excepcionales, extraordinarias o de emergencia, y trae las reflexiones muy actuales de Giorgio Agamben, un teórico italiano de renombre internacional. Este autor plantea el complejo no lugar que le cabe a la “excepción” fuera del marco del ordenamiento jurídico y dando cuenta de la transformación que ha sufrido el Estado legislativo convirtiéndose en una suerte de Estado gubernativo. Hoy –nos dice- el estado de excepción es un recurso normal de gobierno en las democracias avanzadas.
Remitiéndose a autores clásicos -y a riesgo de ganar o perder amigos- Serrafero afirma que la inflexibilidad y la lentitud de las formas institucionales que impiden adaptarse a los acontecimientos, justifica prescindir de las “leyes sagradas” y del orden establecido, habilitando “la misión del más digno” cuando, a raíz de casos “raros y manifiestos”, estuviera en juego “la salvación de la patria”.
¿Cuáles serían esos casos raros y manifiestos” calificados como situaciones excepcionales, extraordinarias o de emergencia? Siguiendo la práctica de los Estados, nuestro autor registra una extensa variedad de casos que incluye las catástrofes naturales, las crisis económicas, el grave riesgo contra la seguridad pública, las situaciones de peligro social, los casos de fuerza mayor. Serrafero se apresura en señalar cierta semejanza o proximidad con el Estado de sitio, un recurso consagrado por la Constitución cuyas dos hipótesis –la conmoción interior y el ataque exterior- ponen en peligro la integridad del Estado. Nada que ver, entonces, con nuestro recurso bajo examen.
Buen conocedor de las prácticas de los regímenes políticos democráticos, Serrafero explica que el estado de excepción suspende temporariamente la legalidad jurídica precisamente para “garantizar su continuidad y existencia”. Nos dice que, por lo general, en todas las democracias el estado de excepción presenta características comunes: a) implica una transitoriedad o temporalidad acotada; b) supone una concentración de poderes y facultades en un órgano determinado; c) es un no lugar que actúa por fuera del ordenamiento jurídico constitucional; d) importa la restricción de derechos y garantías para los ciudadanos, incluída la imputación delictiva de las transgresiones.
Es difícil no estar de acuerdo con la ejemplaridad y seguimiento de un “desliz constitucional” que en forma inesperada y no jurídica le abrió un espacio conceptual al estado de excepción tal como ha quedado expuesto. De ahora en más, esta será la pregunta sin respuesta: ¿estaremos ante un nuevo paradigma de gobierno? No lo sabemos. Por el momento habrá que atender a las posibles consecuencias y esperar que el tiempo haga sus pruebas.